Vivimos en un tiempo en el que es frecuente oír hablar de sustancias nocivas que contienen los alimentos que comemos. En cierto modo puede decirse que el discurso contra la tecnificación de la producción de alimentos ha triunfado entre el público. Entre estos compuestos se encuentran los herbicidas utilizados para controlar la maleza en los cultivos, y de todos ellos destaca uno en particular: el glifosato, ampliamente extendido pero cuestionado.
Cualquier aficionado a la jardinería sabe que todo cultivo, ya sea ornamental o alimentario, se ve rápidamente colonizado por la maleza si no se controla. La historia de la agricultura es también una historia de las malas hierbas, especies no deseadas que crecen de forma invasiva y con vigor por estar bien adaptadas a su medio. Sin embargo, la lucha contra ellas es más reciente. Antes del siglo XX se utilizaban medios mecánicos o de modificación del suelo, junto con ciertas sales. Fue a partir de la 2ª Guerra Mundial, y con vistas al uso bélico, cuando empezaron a desarrollarse los primeros herbicidas, como el 2,4-D (ácido 2,4-diclorofenoxiacético).
A grandes rasgos existen dos tipos de herbicidas, los que matan por contacto en el lugar de la planta donde tocan, y los sistémicos, que la planta absorbe y distribuye por sus tejidos. Por su mecanismo de acción se dividen en diversos grupos dependiendo del proceso bioquímico que alteran. Hay una gran variedad de productos en el mercado. Algunos de infausto recuerdo fueron prohibidos, como el Agente Naranja utilizado por EEUU para deforestar la jungla en la guerra de Vietnam, una mezcla de 2,4-D y 2,4,5-T; este segundo compuesto contenía altos niveles de dioxinas extremadamente tóxicas.
La regulación de los herbicidas varía según los países, pero algunos tienen toxicidad demostrada. El 2,4-D sigue siendo uno de los más utilizados en el mundo. La Agencia de Protección Ambiental de EEUU aclara: “El 2,4-D no es Agente Naranja”. El dañino 2,4,5-T ya no se comercializa, pero algunos de los productos actualmente utilizados están también el punto de mira: el paraquat, extremadamente tóxico para los humanos y el medio ambiente, y del que “un sorbo puede matarte”, según la científica ambiental Nedeljka Rosic y sus colaboradoras en la Southern Cross University, está prohibido en más de 50 países, incluyendo la Unión Europea, Reino Unido y China, pero no en EEUU, Australia u otras naciones. Igualmente, la atrazina, tóxica sobre todo para los anfibios, se retiró en la UE por contaminación de las aguas subterráneas, pero continúa siendo uno de los más extendidos en EEUU y otros países.
El boom del glifosato
Pero la estrella entre todos los herbicidas, el más empleado en todo el mundo, es el glifosato. En 1950 el químico suizo Henry Martin, de la compañía Cilag, sintetizó un compuesto que fue patentado 14 años después como un quelante químico, un compuesto que secuestra minerales del medio. No tuvo una utilidad concreta hasta que en 1970 John Franz, de la compañía Monsanto en EEUU, descubrió de nuevo la misma fórmula de forma independiente mientras probaba variaciones de un compuesto con actividad herbicida. En 1974 Monsanto lo lanzaba al mercado bajo el nombre de Roundup.
El glifosato (de nombre químico N-(fosfonometil)glicina) es un herbicida sistémico que las plantas absorben sobre todo a través de las hojas. Actúa inhibiendo una enzima llamada EPSP sintasa, implicada en la síntesis de tres aminoácidos. Pero un herbicida potente y de amplio espectro como este tiene una pega, y es que en principio mata todas las plantas sin distinción. Sin embargo, ocurre que con el tiempo suelen aparecer resistencias a los herbicidas, sobre todo en las malas hierbas, lo cual condiciona el uso del glifosato y otros compuestos.
Fue a partir de 1996 cuando el uso de este herbicida se disparó: ese año Monsanto lanzó Roundup Ready, una colección de cultivos transgénicos de soja, maíz y algodón tolerantes al glifosato, lo que permitía utilizar el herbicida sin dañar las cosechas. Posteriormente se añadieron otros cultivos como alfalfa o remolacha. Estas variedades transgénicas copan en torno al 56% del uso global del glifosato. Este herbicida se comercializó además con el atractivo de ser, en apariencia, inocuo para el ser humano, menos tóxico que la cafeína, el vinagre o el paracetamol; y también para el medio ambiente, degradándose con relativa facilidad, por lo que no contamina las aguas de forma persistente.
Falta de consenso
La seguridad del glifosato ha sido largamente discutida y analizada, especialmente en vista de su amplio uso. Después de una exhaustiva revisión de estudios, en 2015 la Agencia Internacional para la Investigación del Cáncer (IARC) de la Organización Mundial de la Salud lo calificó como probable carcinógeno en humanos, basándose en la aparición de tumores de hígado y riñón en animales y en posibles asociaciones con linfoma no-Hodgkin en humanos, junto con cambios epigenéticos de origen hormonal. Los estudios revelan la presencia de glifosato en la orina de mujeres embarazadas que viven cerca de campos de cultivo, lo que preocupa por una posible relación con partos prematuros y menor crecimiento fetal. También se ha encontrado un efecto en el microbioma de las abejas.
El dictamen de la IARC no es compartido por los reguladores en EEUU ni en Europa, y tampoco por numerosos expertos; pero existe una pugna legal por parte de miles de enfermos de cáncer contra Bayer, compañía que en 2018 absorbió a Monsanto. En la UE, en 2023 se renovó la aprobación del glifosato por 10 años, si bien cada país puede adoptar su propia regulación. Dado que la patente del glifosato expiró y que continúa siendo la alternativa de preferencia, es de esperar que su uso a gran escala continúe en las próximas décadas. Aún no existe un consenso absoluto entre los científicos, pero las investigaciones continúan.
Javier Yanes
Crédito imagen principal: Costfoto/NurPhoto via Getty Images.
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