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07 mayo 2019

Neurofilosofía de la naturaleza humana: egoísmo emocional amoral y los cinco factores motivacionales del ser humano

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En 1893, en un evento en Oxford, el biólogo Thomas Henry Huxley (conocido como “El Bulldog de Darwin” por su firme defensa de las ideas de Darwin) expuso su teoría de la naturaleza humana y la moralidad. Huxley postulaba que las leyes de la naturaleza son inalterables, pero que sometiendo su naturaleza a un cierto grado de control, el ser humano puede atenuar el impacto de estas leyes. Para ilustrar su teoría estableció un paralelismo entre la humanidad y el jardinero que arranca las malas hierbas para evitar que se apoderen de su jardín. La ética humana fue una victoria sobre un proceso evolutivo despiadado, a veces ingobernable y cruel. Por lo tanto, a pesar de su fuerte afinidad con las ideas de Darwin, lo que en el fondo Huxley argumentó fue que la Teoría de la Evolución no explicaba nuestra moralidad, sino todo lo contrario: que desarrollamos la moralidad al oponernos a nuestra naturaleza. Lo que, obviamente, esta teoría no explicaba es, en palabras del primatólogo Frans de Waal, por qué y cómo la humanidad encontró el ánimo y desarrolló la capacidad para sobreponerse a todos los condicionantes de su propia naturaleza.

La “Teoría de la capa” (planteada por De Waal) sostiene principalmente que: la moralidad no es sino una ocurrencia tardía, mientras que, en esencia, los humanos somos seres egoístas y competitivos. Michael Ghiselin resumió esta concepción de la moralidad que muchos biólogos han compartido durante más de un siglo: “araña a un altruista y verás sangrar a un hipócrita”. Los biólogos que compartían esta teoría de la naturaleza humana creían esencialmente que las sensibilidades morales eran un subproducto accidental de un proceso biológico, por lo que van en contra de la forma de lo que para, por naturaleza, estamos programados.

Además, en el debate sobre la historia y la evolución del razonamiento suelen entrelazarse puntos de vista específicos sobre la naturaleza humana. Algunos filósofos, como Thomas Hobbes, creían que nuestra naturaleza social era eminentemente artificial. Antes del nacimiento del Leviatán, lo que subyacía era un ser profundamente autónomo. Sin embargo, en el estado de naturaleza, la libertad absoluta era extremadamente peligrosa, dado que, al disponer todos los humanos de ella, la vida se convertía en algo impredecible, desagradable, brutal y breve. La vida social no era algo que se produjera, necesariamente, de manera natural entre los humanos, pero cuando el coste del conflicto en el estado de naturaleza se volvió inasumible, los seres humanos se vieron obligados a construir comunidades mediante pactos. El Leviatán, sin embargo, era un “hombre artificial”, la soberanía “un alma artificial”, y las leyes civiles “cadenas artificiales” – lo cual implica que ninguno de los ordenamientos sociales y políticos creados por los seres humanos son naturales, sino más bien autoimpuestos.Frans de Waal refutó estas afirmaciones de una manera rotunda: los humanos no se volvieron sociales en un momento específico; si no que descienden de ancestros sociales que siempre vivieron en grupos. Según Waal, somos profunda y absolutamente sociales. No existe nada en nuestros cerebros ni en nuestros cuerpos que esté diseñado para una vida en ausencia de los demás. Prueba de ello es que “tras la pena de muerte, el aislamiento es el castigo más severo que podemos imaginar”.

Antes del auge de la neurofilosofía que se ha producido durante las últimas cuatro décadas, en la polémica sobre la naturaleza humana y la moralidad se han ido yuxtaponiendo opiniones de biólogos evolutivos, etólogos (como De Waal) y muchos filósofos políticos, que conceptualizaron sus propias opiniones sobre la naturaleza humana (altamente pesimista, como Hobbes, o más optimistas, como J.J. Rousseau). Si bien estos planteamientos han condicionado, en gran medida, el debate, todos ellos han carecido de un elemento fundamental: el conocimiento del propio cerebro humano. A medida que han ido surgiendo nuevas herramientas que han hecho posible acceder a este tipo de conocimiento (como las tecnologías de imágenes de resonancia magnética funcional, capaces de mapear la actividad cerebral de manera no invasiva), se han ido ampliando las fronteras de nuestra comprensión de la naturaleza humana.

Las tecnologías que mapean el cerebro nos han permitido conocer el funcionamiento del órgano más importante del cuerpo humano. Imagen: Wikimedia

Este planteamiento revisionista que ha venido a llamarse materialismo eliminativo (del que ya hablé en un post anterior) puso en tela de juicio las corrientes sin base científica, ancladas en un “sentido común” y en la “psicología popular” sobre las que se habían construido las teorías de la naturaleza humana imperantes hasta ese momento. En 1986 fue publicado Neurofilosophy (Neurofilosofía), un trabajo seminal en el que su autora, Patricia Churchland, tendió un puente entre dos disciplinas – la filosofía de la naturaleza humana y la neurociencia – que hasta entonces desconectadas, dando origen a una disciplina cuyo propósito es conceptualizar y explicar el comportamiento humano a partir de las observaciones directas sobre la mente humana.  La neurociencia han ido revelando nuevas y sorprendentes aspectos sobre la emocionalidad, la cognición y la moralidad humanas. Y estos descubrimientos tienen importantes implicaciones teóricas y prácticas. Desde el punto de vista teórico, abren nuevos caminos en la filosofía de la mente y la existencia humana, ayudando a entender mejor qué impulsa y motiva el comportamiento humano. Desde un punto de vista práctico, la neurofilosofía aporta nuevas perspectivas que afectan a la gobernanza y la formulación de políticas: entender los fundamentos neuroquímicos de la naturaleza humana, nuestra fragilidad y maleabilidad, cómo estamos programados para la superviviencia, es fundamental para diseñar paradigmas de gobierno adecuados en consonancia con las caracteristicas de nuestra naturaleza.

Neurofilosofía y naturaleza humana: emocional, amoral y egoísta.

Parte de mis trabajos anteriores han estado dirigidos a conjugar los hallazgos de la neurociencia para llegar a una descripción neurofilosófica de la naturaleza humana, a la que he denominado egoísmo amoral emocional.  A continuación voy a ofrecer un breve resumen de mis postulados (a los que ya he hecho referencia en publicaciones anteriores).

Las investigaciones sobre el cerebro humano han desvelado que la emocionalidad es una parte fundamental en la toma de decisiones y la cognición. Aun cuando la racionalidad suele considerarse un rasgo distintivamente “positivo” y la emotividad como algo que debilita el juicio, como seres somos mucho más emocionales que racionales. La amígdala humana, por ejemplo, cuyo papel en los procesos emocionales se estudia frecuentemente, desempeña una función crucial en la adquisición de respuestas condicionadas por el miedo, que son críticas para nuestra supervivencia. Por otro lado, en el núcleo lateral de la amígdala reside la plasticidad sináptica que establece los vínculos entre señales neutrales y eventos aversivos; esta subregión de la amígdala, por lo tanto, es fundamental para vincular amenazas con señales neutrales (como el condicionamiento del miedo pavloviano).

La amoralidad es el segundo rasgo caracterísitico de la naturaleza humana. Hasta la fecha, la neurociencia no ha sido capaz de (al menos con la evidencia adquirida hasta ahora) de detectar ningún indicio que sugiera que los humanos seamos seres morales o inmorales por naturaleza. El ser humano, es un ser eminentemente amoral, desprovisto de concepciones o predisposiciones innatas para el bien o el mal. Es un ser que nace como una tabula rasa predispuesta, cuya brújula moral es cincelada por las condiciones de su entorno. Sólo estamos predispuestos en la medida en que tenemos profundamente arraigada en nuestro ser una predisposición por sobrevivir y para llevar a cabo acciones que tengan valor desde el punto de vista de la supervivencia. Más allá de eso, somos pizarras en blanco, preparadas para “escribir” sobre ellas durante nuestra existencia. Un gran número de estudios neurocientíficos han puesto de manifiesto la naturaleza cambiante de la moralidad en la toma de decisiones demostrando que no es posible mantener una coherencia moral o inmoral absoluta, independientemente de las circunstancias. Los estudios sobre el impacto del estrés han corroborado esto de manera rotunda. Los cambios neuroendocrinos causados ​​por el estrés influyen en las funciones de varias de las regiones del cerebro que participan en la toma de decisiones. El estrés afecta a la corteza prefrontal y, consecuentemente, a todas aquellas funciones que dependen de ella, incluida la memoria. El estrés crónico conduce a la atrofia neuronal de la corteza prefrontal media y del estrato dorsal medio, un circuito que se sabe que está implicado en el establecimiento de objetivos y de acciones dirigidas hacia a la consecución de objetivos. El estrés también exagera la propensión a priorizar recompensas inmediatas de menor calado por encima de otras recompensas futuras.

El estrés es el peor aliado a la hora de tomar decisiones. Imagen: Pixabay

Esto significa que, por ejemplo, en un ambiente de conflicto y en presencia de situaciones de privación extrema y miedo, los seres humanos actuamos con miras a satisfacer necesidades inmediatas (como la supervivencia) y nos centramos menos en objetivos a largo plazo. Según otros estudios, el estrés está relacionado negativamente con respuestas utilitarias en tomas de decisiones morales y positivamente con decisiones morales más egocéntricas. Curiosamente, también se ha demostrado que el estrés tiende a acentuar comportamientos prosociales y de confianza (como parte de un mecanismo de protección, para facilitar la cooperación y la confianza en los demás), pero también a una menor generosidad. Aunque estos ejemplos no son exhaustivos, ponen de relieve la importancia de las circunstancias en la configuración de la moralidad humana. Desde una perspectiva de gobierno, es importante garantizar las condiciones para que los rasgos más altruistas y morales de nuestra naturaleza prosperen. Solo disponiendo de instituciones y políticas que velen por la seguridad, la paz y la inclusión puede garantizarse los requisitos mínimos para que florezca la moralidad humana.

La tercera característica fundamental de la naturaleza humana es el egoísmo. Egoísmo entendido como la búsqueda de la supervivencia del yo, una forma básica de egoísmo. El egoísmo, sin embargo, no está exclusivamente relacionado con la supervivencia biológica, sino también con el logro de los objetivos vitales y la oportunidad de reafirmar nuestra autenticidad como individuos. A parte de la propia supervivencia física, el desencanto y la marginación también son detonantes de revoluciones y movimientos sociales. (En una publicación anterior, describía detalladamente cómo las políticas públicas pueden mediar entre el carácter emocional, amoral y egoísta del hombre, y las nueve necesidades fundamentales de dignidad).

Esta descripción neurofilosófica de la naturaleza humana como emocional, amoral y egoísta se sustenta sobre la premisa de la maleabilidad subyacente de nuestra naturaleza. El cerebro humano se define por su plasticidad y nuestra brújula moral oscila en función de los dictados de nuestras circunstancias personales y políticas. Habiendo descrito estas características de la naturaleza humana, ¿qué se puede decir acerca de los factores motivacionales de nuestra existencia?  En otras palabras, ¿qué facores nos impulsan en el curso de nuestra existencia?

Las 5P’s de la neurofilosofía:los cinco factores motivacionales del hombre

En su discurso de aceptación del premio Nobel, Bertrand Russell se preguntaba “¿Qué deseos son políticamente importantes?”. Su respuesta fue que “la teoría política no tiene suficientemente en cuenta la psicología (hoy, podríamos añadir la neurociencia a esta lista).

Y continuaba: “si un hombre te ofrece democracia y otro te ofrece una bolsa de granos, ¿en qué etapa de inanición preferirás el grano a votar?”. “Toda actividad humana está motivada por el deseo”, aseguraba, y los deseos que son importantes políticamente se pueden dividir en un grupo primario y otro secundario. En el grupo primario estarían las “necesidades vitales”, alimentos, refugio y ropa, y cuando éstas escasean, “no existe límite a los esfuerzos que el hombre hará, o a la violencia que ejercerá, con la esperanza de procurárselos”. Pero como el hombre es una criatura más compleja que los animales, con necesidades que nunca pueden ser completamente satisfechas, en su naturaleza conviven otros cuatro deseos: la codicia, la rivalidad, la vanidad y el amor al poder. Independientemente de la intensidad de los otros factores, el amor por el poder está por encima del resto.

La lista de Russell se ha visto ratificada en gran medida por los descubrimientos recientes de la neurociencia. Partiendo de algunos de los descubrimientos de la neurociencia, he establecido una lista con los cinco factores cruciales que impulsan la naturaleza humana, a los que me refiero como las 5Ps de la neurociencia.Estos factores son: poder, placer, beneficio (profit), orgullo (pride) y permanencia (es decir, el deseo de superviviencia y de prolongar la vida). Estos potentes factores motivacionales nacen del hecho fundamental de que el cerebro está programado para “sentirse bien”, y hace todo lo necesario para obtener, mantener y, si es posible, aumentar, su gratificación neuroquímica.

El transhumanismo y la mejora de la raza humana a través de la tecnología plantea numerosos debates éticos que serán trascendentales en un futuro cercano.

Por ello debemos ser cautos y previsores ante el advenimiento de neurotecnologías, especialmente las diseñadas para mejorar y amplificar nuestras capacidades. A medida que vayan surgiendo nuevas biotecnologías, potenciadores neuroquímicos y otros dispositivos capaces de mejorar uno, varios o todos estos poderosos factores motivacionales, el atractivo de estas tecnologías va a ser cada vez mayor, incluso cuando seamos conscientes de que puedan ser perjudiciales para nosotros a largo plazo. A corto plazo, los tres aspectos en los que el efecto de estas neurotecnologías va a tener consecuencias más preocupantes (que ya detallé en mi post anterior) son la imparcialidad, la autenticidad y la meritocracia.  Las mejoras neurotecnológicas pueden quebrantar normas aceptadas de meritocracia y equidad, establecer jerarquías y divisiones entre individuos con acceso a esas mejoras y el resto de la poblacion, así como plantear cuestiones éticas relacionadas con el sentido de la responsabilidad y la adicción (en algunos casos). También acarrearán consecuencias desde un punto de vista filosófico, particularmente en relación con la noción de voluntad y la autenticidad del libre albedrío. Si estos pueden ser manipulados y mejorados, podría cambiar radicalmente, incluso perderse, el significado y el valor que se asocian a muchas actividades humanas, especialmente si se realizan algunas actividades debido al potenciador del estado de ánimo en lugar de por la utilidad de la actividad en sí misma. Aunque la búsqueda de placer es una característica intrínseca de la naturaleza humana, no debe prevalecer sobre el resto de actividades humanas y, desde luego, no hasta el punto de que haga falta alterar la neuroquímica cerebral para completar todas las tareas o soportar las circunstancias a las que esté sometido el individuo.

A la larga, los riesgos también son existenciales, nos ponen en la senda del transhumanismo y el posthumanismo, que nos llevaría a unir nuestros cuerpos con la tecnología. Sin embargo, estas 5P’s, el conjunto de factores motivacionales del ser humano, son política y filosóficamente relevantes antes de que nos adentremos en esa etapa evolutiva.

El consenso y la moderación son factores clave para limitar la concentración de poder y la tiranía. Image: EU Parliament.

Reconociendo los factores motivacionales propios de nuestra naturaleza, debemos esforzarnos por crear marcos de gobernanza nacionales y globales que delimiten claramente responsabilidades y que sean capaces de mantener el equilibrio entre estos potentes factores motivacionales. Esto es algo que el abuso del poder político ha dejado meridianamente claro. Russell tenía razón cuando afirmó que: “el amor por el poder se incrementa en gran medida por la experiencia del poder” y “en cualquier régimen autocrático, los individuos que ostentan el poder se vuelven cada vez más tiránicos a medida que experimentan los placeres que el poder puede aportarles”. La neurociencia ha comenzado a explicar esto en términos neuroquímicos. Como mencioné en otra publicación, los estudios en la neuroquímica del poder han revelado que el poder produce picos en los niveles de dopamina, el agente neuroquímico responsable de los circuitos de recompensa y de generar una sensación de placer. El poder es embriagador y produce un “subidón neuroquímico” comparable al de cualquier adicción fuerte. Y como sucede con cualquier comportamiento adictivo, cuanto más poder acumulamos, más buscamos incrementarlo o, al menos, mantenerlo. Es por esto por lo que abandonar posiciones de poder resulta extremadamente difícil y doloroso, y por lo que líderes brutales con un poder absoluto y sin restricciones hacen todo lo posible por mantener su estatus, incluso cuando está claro que todo está en su contra, sin ni siquiera considerar el coste humano. Sólo mediante la consolidación de instituciones responsables, con controles y balances, responsabilidad, transparencia y consenso (en cualquier forma que esto pueda tomar, el formato es menos relevante que la sustancia), pueden mantenerse a raya estas estas manifestaciones tóxicas y extremas del poder como factor motivacional y mitigar sus consecuencias. Lo mismo ocurre, en gran medida, con los cuatro factores motivacionales restantes (placer, ganancia, orgullo y permanencia): sólo a través de un buen gobierno responsable y sostenible pueden controlarse los excesos de la naturaleza humana.

El próximo post de esta serie analizará las relaciones internacionales desde la perspectiva de la neurofilosofía.

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Nayef Al Rodhan

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