Pocas cosas hay tan simples y a la vez tan apreciadas y necesarias como la sal, cloruro sódico. A ella le debemos buena parte de nuestra civilización, y en idiomas como el español tenemos incluso una palabra para designar su falta, “soso”. Pero uno de los consejos de salud más conocidos, y una de las primeras medidas recomendadas cuando vamos cumpliendo años, es reducir el consumo de sal, ya que el abuso se asocia a hipertensión arterial, enfermedades cardiovasculares y otras. A nuestro planeta le ocurre exactamente lo mismo: demasiada sal es perjudicial para su salud. Y por culpa de los humanos, la sal de la Tierra está superando los límites permisibles, lo cual es una amenaza en más sentidos de los que podríamos imaginar.
Es imposible saber cuándo los humanos comenzamos a utilizar la sal como condimento. En Europa las primeras explotaciones conocidas se remontan al menos hasta el Neolítico, hace 8.000 años, y se ha propuesto que la población europea más antigua, Solnitsata en la actual Bulgaria, fue un centro de producción de sal. No es exagerado decir que nuestra civilización se construyó sobre la sal: es el origen de la palabra “salario”, motivó la construcción de ciudades y de algunas de las primeras calzadas romanas como la Via Salaria, e inspiró revueltas y luchas por su control. Y todo ello porque la sal no es solo un aderezo apetitoso, sino que además nos ofreció un modo de preservar la comida, rompiendo la dependencia estacional y permitiendo transportar los alimentos a largas distancias.
La fuerza condicionante del ciclo global de la sal
La razón de que nos guste tanto lo salado no es un simple capricho, sino que está en las mismas raíces de nuestra biología: el sodio es un nutriente esencial para los seres vivos, implicado en innumerables procesos celulares y orgánicos. Participa en la regulación de la homeostasis del organismo, la presión osmótica de células y tejidos, y es un señalizador fundamental para la transmisión neuronal en el sistema nervioso y en los músculos. Por todo ello, no podemos prescindir del sodio; su carencia puede ser tan grave como su exceso.
Así, la cantidad correcta de sal no es solo una preocupación culinaria, sino una cuestión de supervivencia. La sal debe estar en su proporción adecuada y en los lugares correctos: por ejemplo, fuera del agua que necesitamos para nuestro consumo y la producción de alimentos. Aunque el agua de la Tierra no se crea ni se destruye, el agua dulce líquida apenas representa un 0,77% del total; y dado que el 99% de esta se encuentra bajo tierra, esto deja solo un 0,0077% del agua terrestre en lagos y ríos, que sostienen los ecosistemas y la agricultura y que se encuentran sometidos a un creciente deterioro por la intervención humana, lo que trae la desertificación como una de sus consecuencias más graves.
Pero si los humanos ya somos responsables de más de un 60% de las variaciones en los niveles de las reservas de agua dulce del mundo, como revelaba en 2021 un estudio con datos de satélites de la NASA, ahora sabemos que también somos la principal fuerza condicionante del ciclo global de la sal. Y los resultados de esta gestión no son precisamente óptimos: estamos salando las aguas dulces a un nivel que supone una “amenaza existencial”.
Esta es la conclusión de una revisión de 2023 dirigida por la Universidad de Maryland y Virginia Tech. Los investigadores explican que la sal tiene su propio ciclo natural terrestre, “principalmente impulsado por procesos geológicos e hidrológicos relativamente lentos que llevan las diferentes sales a la superficie de la Tierra”. Las sales, incluyendo no solo el cloruro sódico sino también de otros tipos, llegan desde capas de roca que quedan expuestas, sufriendo procesos de meteorización y transporte que las llevan a la atmósfera y los océanos, pasando además por los seres vivos. Pero “las actividades antropogénicas han acelerado los procesos, escalas de tiempo y magnitudes de los flujos de sal y han alterado su dirección, creando un ciclo de sal antropogénico”, escriben los autores.
Síndrome de salinización del agua dulce
Esta toma de control responde a nuestra voracidad por la sal: la producción se ha disparado en el último siglo, llegando a los 300 millones de toneladas de cloruro sódico al año. Y el uso que hacemos de este compuesto es indiscriminado, por ejemplo, para fundir la nieve y el hielo en ciudades y carreteras. En EEUU, calculan los autores, se dispersan cada año casi 20 millones de toneladas de sal, que suponen el 44% de todo el consumo del país y el 14% de todos los sólidos disueltos que entran en las corrientes de agua.
El exceso de sal que extraemos y vertemos al medio ambiente está causando lo que los autores llaman un “síndrome de salinización del agua dulce”. Sus síntomas son alarmantes: más de 10 millones de kilómetros cuadrados en todo el mundo, un área similar a EEUU, sufren una salinización del suelo por la acción humana. En el último medio siglo ha aumentado la salinidad de los ríos. Otro estudio en EEUU ha revelado una salinización de las fuentes de aguas subterráneas que alimentan los pozos.
Todo ello daña la potabilidad del agua, los ecosistemas y la agricultura, pero aún hay más: los medios salinos corroen las infraestructuras, afectando también a la generación de energía, y el polvo salino continúa circulando como un contaminante que se asocia a otros y que, en forma de aerosol, empeora la calidad del aire. Por todo ello los investigadores del estudio de la Universidad de Maryland recomiendan “identificar límites medioambientales y umbrales para los iones de sales, y reducir la salinización antes de que se excedan los límites planetarios, causando daños graves o irreversibles en los sistemas terrestres”. Como concluye el primer autor del estudio, Sujay Kaushal, “se trata de encontrar el equilibrio correcto”; un mundo con el punto justo de sal.
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