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23 agosto 2022

¿Dónde están los verdaderos pulmones de la Tierra?

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Cuando en el verano de 2019 la selva amazónica sufrió una temporada especialmente aciaga de incendios forestales, el presidente francés Emmanuel Macron lanzó una alerta en Twitter: “La selva amazónica —los pulmones que producen el 20% del oxígeno de nuestro planeta— está ardiendo”. Lo cierto es que Macron se limitaba a repetir un dato que aparece a menudo citado en internet, y cuyo origen es oscuro. Y que es falso. Pero dejando aparte la extraña idea popular de llamar pulmones a los lugares donde se produce oxígeno —lo que realmente hacen estos órganos es consumirlo—, ¿de dónde procede el oxígeno que respiramos? ¿Hay algún ecosistema terrestre que asuma mayoritariamente esta función, y cuya desaparición pudiera literalmente cortarnos la respiración?

El oxígeno, que todos los animales necesitamos para respirar, es el elemento más abundante de la corteza terrestre: casi la mitad (un 46%) de toda esa materia es oxígeno. En la masa total de la Tierra, solo lo supera por poca diferencia el hierro, con un 32% frente a un 30%. Así, no se trata precisamente de un elemento raro en el planeta. Pero el oxígeno es una especie química muy reactiva, y por ello busca cualquier oportunidad para asociarse a otras, oxidándolas, lo que hace con casi todos los elementos restantes. Pero no podemos respirar agua (un óxido de hidrógeno) ni arena (dióxido de silicio); necesitamos el oxígeno en su forma libre, O2, que afortunadamente para nosotros representa el 21% de la composición de la atmósfera.

Los océanos, la mayor fuente de oxígeno

En los seres vivos el aprovechamiento del oxígeno va destinado también a la oxidación, un proceso del que extraemos energía para nuestras necesidades metabólicas y cuyos productos finales, en el caso de la materia orgánica, son agua, CO2 y minerales. Por lo tanto, el oxígeno atmosférico debe reponerse continuamente para compensar el consumo. Esto ocurre gracias a la fotosíntesis, un maravilloso mecanismo evolutivo presente en una multitud de organismos terrestres, y que revierte el proceso. Utilizando agua y CO2 como materias primas, y enchufando la maquinaria fotosintética a la energía de la luz solar, estos seres fabrican su materia orgánica generando a cambio un desecho muy peculiar: oxígeno molecular, O2. Su basura es el gas que nos permite respirar.

Por lo tanto, es cierto que en la Tierra, a cada momento, se están fabricando inmensas cantidades de oxígeno. Pero aunque la selva amazónica sea la mayor extensión de bosque del planeta, en realidad su contribución a esa producción total es muy minoritaria. Aproximadamente el 50% de la fotosíntesis tiene lugar en los océanos, gracias al fitoplancton y las algas presentes en la capa superior de agua que recibe la luz del sol. Este dato ha llevado a afirmar que los océanos son el verdadero pulmón del planeta, o que una de cada dos veces que respiramos se lo debemos a los mares. Un solo tipo de organismo, la cianobacteria Prochlorococcus, es el organismo fotosintético más pequeño del mundo, pero también el más abundante: se calcula que es responsable del 5% de la fotosíntesis global.

Los océanos son el verdadero pulmón del planeta: una de cada dos veces que respiramos se lo debemos a los mares. Crédito: Alexandros Giannakakis
Los océanos son el verdadero pulmón del planeta: una de cada dos veces que respiramos se lo debemos a los mares. Crédito: Alexandros Giannakakis

La otra mitad procede de las plantas terrestres. Así, “los bosques tropicales y el fitoplancton están produciendo una porción mayoritaria del O2 que se hace hoy”, resume a OpenMind el geoquímico e ingeniero ambiental Neal Blair, de la Northwestern University. En cuanto a la contribución concreta de la Amazonia, apenas alcanza un 9% del total global, según el ecólogo de la Universidad de Oxford Yadvinder Malhi. Otras estimaciones lo rebajan al 6%, o quizá menos. Malhi apunta que el redondeo de estas cifras, contabilizando solo la aportación de la fracción terrestre (lo que equivale a multiplicarlas por dos), ha podido ser el origen del dato del 20% que citaban Macron y muchos otros.

Sin embargo, hay un pero: toda esta producción global de oxígeno mediante fotosíntesis viene con una cláusula en letra pequeña. Y es que casi la totalidad de este oxígeno, tal como viene, se va. Los propios organismos fotosintéticos respiran por la noche, cuando no hay luz solar, deshaciendo el trabajo hecho; como Penélope destejiendo de noche lo que tejía de día. Según Malhi, esto supone un consumo de al menos la mitad del oxígeno producido. A ello se añade la respiración del resto de los seres vivos. Y no menos importante, cuando cualquier organismo muere, los microbios emplean ese oxígeno ávido de reaccionar para descomponer su materia orgánica, lo que en último término devuelve al entorno CO2, agua y minerales. En palabras de Malhi, “la contribución neta del ecosistema del Amazonas (no solo las plantas) al oxígeno del mundo es en la práctica cero. Lo mismo se aplica a cualquier ecosistema de la Tierra”.

La Gran Oxidación

Siendo así, ¿de dónde ha salido ese 21% de oxígeno atmosférico del que hoy disfrutamos, y que se mantiene constante? “Es importante distinguir entre tasa de producción de O2 (o flujo) y el stock de O2”, señala Blair. “La producción de O2 y su consumo (respiración) están casi perfectamente equilibrados, pero hay una pequeña porción —quizá en torno al 0,1% global, según algunas estimaciones— que no se consume”. Ese mínimo balance positivo se debe a una pequeña anomalía en el proceso de reciclaje de la naturaleza: cuando los seres muertos quedan atrapados en el suelo sin que se complete su descomposición, su carbono queda almacenado en forma de materia orgánica en la roca; es lo que conocemos como combustibles fósiles. El oxígeno que no se ha consumido en ese proceso fallido queda como excedente. “Esta diminuta fracción que no se consume se ha acumulado en nuestra atmósfera durante unos 2.000 millones de años”, dice Blair. “Ahora tenemos una atmósfera con un 21% de oxígeno a causa de esa acumulación gradual”. 

La cianobacteria Prochlorococcus es el organismo fotosintético más pequeño del mundo, responsable del 5% de la fotosíntesis global. Crédito: Wikimedia Commons
La cianobacteria Prochlorococcus es el organismo fotosintético más pequeño del mundo, responsable del 5% de la fotosíntesis global. Crédito: Wikimedia Commons

“Vivimos de una herencia”, resume Blair. Esa herencia comenzó a gestarse transcurridos los primeros 2.000 millones de años de la historia terrestre con una atmósfera en la que el oxígeno era casi inexistente, un 0,001%. Entonces, hace entre 2.400 y 2.050 millones de años, ocurrió un giro de guión inesperado, y cuyas causas aún son oscuras: surgieron las primeras células fotosintéticas, cianobacterias o quizá otros microorganismos más primitivos. Comenzó entonces la llamada Gran Oxidación, la acumulación de oxígeno en la atmósfera; que pese a su nombre épico, fue algo infinitamente lento y sutil: “Es importante darse cuenta de que este evento se desarrolló a lo largo de más de 1.000 millones de años”, apunta a OpenMind el oceanógrafo Jean-Pierre Gattuso, de la Universidad de la Sorbona (Francia); durante los primeros 400 millones de años el aumento apenas se notó, dice Gattuso. Y en los últimos 500 millones de años, los seres terrestres han disfrutado de un nivel abundante del precioso gas.

Controles centrales de regulación del clima

Se entiende así que, para seguir respirando, realmente no necesitamos los bosques ni los océanos. “Si hacemos un experimento mental en el que toda la biosfera se quemara, deteniendo así toda la fotosíntesis y la respiración, y consumiendo O2 en la combustión de la materia orgánica, el oxígeno de la atmósfera bajaría de un 21% a un 20,8-20,9%”, explica Blair. Es decir, que incluso si los humanos fuésemos la única especie superviviente en el planeta, respirar nunca sería un problema. Pero naturalmente, viviríamos en un mundo inhabitable, dado que los bosques, los océanos y el resto de los ecosistemas son vitales en otros muchos aspectos, y no solo para proporcionarnos alimento: son los controles centrales de regulación del clima terrestre, y la inmensa cantidad de carbono que capturan evita la liberación de ingentes masas de CO2 que causarían un efecto invernadero catastrófico; a diferencia del oxígeno, la presencia del CO2 en la atmósfera se mide en partes por millón, por lo que pequeñas variaciones tienen un gran impacto. 

Los bosques, los océanos y el resto de los ecosistemas son los controles centrales de regulación del clima terrestre. Crédito: Jacob Plumb

Esto último tiene una importancia esencial en el contexto del cambio climático, ya que con lo anterior se entiende mejor el problema de la quema de combustibles fósiles: el CO2 terrestre, uno de los grandes condicionantes del clima, se regula a su vez de forma natural a través del llamado ciclo de carbonatos-silicatos, que hace circular el oxígeno entre estos dos tipos de rocas y que opera en una escala de millones de años. “La quema de combustibles fósiles es un proceso casi instantáneo”, dice Blair, lo que “se sobrepone a la regulación natural del CO2”. Es decir, significa revertir ese lento trabajo de la fotosíntesis arrancándole el carbono al ciclo de las rocas para inyectarlo rápidamente en la atmósfera, forzando el termostato terrestre de un modo que la naturaleza no es capaz de compensar: “Si hoy dejáramos de quemar combustibles fósiles, al proceso natural le costaría un largo tiempo ponerse al día”.

En conclusión y volviendo a la selva amazónica, no respiramos gracias a ella, pero su importancia para la salud del planeta es casi indescriptible: alberga la mayor biodiversidad global, desde sus 2,5 millones de especies de insectos hasta el 20% de las aves de todo el mundo, pasando por sus 40.000 tipos de plantas distintas, todo ello que conozcamos hasta ahora. Por el río Amazonas fluye la quinta parte de las aguas dulces que se vierten a los océanos, y su papel en el ciclo global del agua y en la regulación del clima terrestre es insustituible. No se necesitan confusas metáforas pulmonares para entender por qué no podemos vivir sin la Amazonia, o sin los océanos.

Javier Yanes

@yanes68  

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